Yorinda y Yoringuel

Yorinda y Yoringuel, una pareja joven contemplando el cielo bajo un paisaje florido de hierba verde.

En un bosque muy grande y espeso había un castillo antiguo y misterioso. Allí, vivía una solitaria bruja que no era amiga de nadie. A veces se convertía en un gato o en una lechuza, y cuando la noche caía, regresaba a su forma de mujer. Le gustaba comer pájaros y animales salvajes que atraía con su magia. Si alguien se acercaba mucho al castillo, se quedaba paralizado como una piedra todo el tiempo que la bruja quisiera. Y si era una doncella la que entraba en sus dominios, la bruja la convertía en un exótico pájaro y la metía en una jaula. Tenía muchísimas jaulas llenas de pajaritos.

En ese tiempo había una chica muy bonita que se llamaba Yorinda. Estaba enamorada de un doncel, muy guapo también, que se llamaba Yoringuel. Eran novios y se tenían un sincero amor. Un día se fueron a pasear por el bosque para estar solos y charlar. Lo que más disfrutaban en la vida era compartir tiempo con el otro.

—Mi amor, ten cuidado —le dijo Yoringuel— de no acercarte mucho al castillo.

Los enamorados Yorinda y Yoringuel caminan cerca del castillo de la bruja, rodeados de un frondoso bosque.

Era una tarde preciosa; el sol se colaba entre los árboles y hacía brillar el bosque. Una palomita cantaba tristemente desde lo alto de un viejo ramal. De repente, la nostalgia se apoderó de ambos. Yorinda se puso a llorar; se sentó al sol y sollozó. Yoringuel también lloró con ella. Los dos se sentían muy tristes, como si presintieran que algo malo iba a pasar. Miraban a su alrededor, confundidos, y no sabían cómo volver a casa. El sol se estaba poniendo; solo se veía la mitad de su círculo sobre la montaña cuando Yoringuel vio, entre los arbustos, el muro del castillo. Sintió un miedo terrible, mientras Yorinda cantaba:

Canta triste el ruiseñor

Su corazón es puro dolor

Por perder a un gran amor

Qué el olvido le arrebató

Yoringuel, petrificado junto a un ruiseñor rojo, mientras una bruja gris los observa con una expresión aterradora.

Yoringuel miró a Yorinda y vio que se había convertido en un pajarito rojo como la sangre, que cantaba su triste melodía. Yoringuel se quedó petrificado; no podía mover sus piernas ni sus brazos; ni hablar ni llorar.

El sol se fue y una lechuza se posó en un arbusto. De entre las sombras emergió la vieja bruja del castillo, su figura espectral y horripilante envuelta en un manto negro que parecía absorber la luz. Su rostro, demacrado y cubierto de arrugas, estaba enmarcado por una cabellera enmarañada y gris. Sus ojos, saltones y blancos, destellaban con una malicia antigua. La bruja cogió al ruiseñor y se lo llevó. Yoringuel no pudo decir nada ni moverse; el pájaro se había ido. Luego, la vieja bruja volvió y con voz ronca dijo:

—Con hilo de araña y canto agudo, romperé este hechizo, desharé el nudo.

Y Yoringuel quedó desencantado. Se arrodilló ante la bruja y le pidió que le devolviera a su Yorinda. Pero ella le dijo que no la vería nunca más y desapareció. El chico lloró, gritó, se quebró, pero de nada sirvió.

—¿Qué voy a hacer?, —se preguntaba desesperado.

Se fue llorando sin rumbo y al final llegó a un pueblo que no conocía, donde se quedó mucho tiempo trabajando de pastor. A veces pasaba cerca del castillo de la malvada bruja, pero no se atrevía a entrar. Una vez lloró tanto por su amada, que deseó no despertar al día siguiente. Esa noche soñó que encontraba una flor amarilla como el oro, que tenía una perla preciosa en el medio. Tomó la flor y fue al castillo. Con la flor podía romper los hechizos de la bruja. Al final encontró a su Yorinda y la abrazó.

El tiempo siguió pasando y mientras trabajaba como pastor, Yoringuel conoció a una chica muy linda, que se llamaba Dalida. Ella era una joven bella y buena, y sus ojos brillaban como cuando el sol y el agua se encuentran. Yoringuel sintió que se estaba enamorando de ella, y ella sintió lo mismo por él. Dalida le hacía compañía, le contaba historias y le cantaba canciones.

Dalida, una joven rubia de ojos azules, mira con nostalgia a Yoringuel en medio de un campo verde. Él la observa con la misma melancolía.

Un día, mientras paseaban por el campo, Yoringuel se acercó a ella y le dio un beso. Pero en ese momento, no se sintió bien. El lamento del ruiseñor resonó en su corazón, y recordó que su amada, Yorinda, era prisionera de una terrible bruja. Se sintió culpable y muy triste. Con lágrimas en sus ojos, le pidió perdón a Dalida y le dijo que tenía que irse a buscar a Yorinda. Dalida lloró con él, y durante muchos minutos se abrazaron, pero lo entendió y le deseó suerte. Yoringuel se despidió de ella y se marchó con el corazón roto.

A la madrugada siguiente salió a buscar por todos lados la flor que había soñado, hasta que, al amanecer del noveno día, la encontró. Tenía en el medio una gota de rocío, grande y bonita como una perla. La cogió y se fue con ella al castillo; cuando llegó a cien pasos de él no se quedó paralizado, sino que pudo seguir hasta la puerta. Con mucha determinación, tocó el portón con la flor y este se abrió de golpe.

Cruzó el patio, escuchando atento para saber dónde estaban los pájaros, y al fin los oyó. Al entrar en la sala vio a la bruja, que estaba dando de comer a los miles de pájaros encerrados en las jaulas. La bruja no podía creer lo que miraba. Su cólera estalló al ver a Yoringuel y lo insultó tanto, que hasta echaba espuma por la boca; pero, por el poder de la flor, no podía acercarse menos de tres pasos a él.

La bruja intenta detener, sin éxito, a Yoringuel, quien sostiene una flor mágica amarilla que brilla intensamente.

Él no le hizo caso y se fue a las jaulas donde estaban los pájaros; pero, entre tantos pajaritos, ¿cómo iba a encontrar a su Yorinda? Mientras seguía buscando, vio que la bruja se llevaba una jaula escondida y se iba hacia la puerta.

Antes de que se escapara, Yoringuel corrió hacia ella, tropezando, con tan mala suerte para la bruja que la flor la tocó a ella y a la jaula también, y al instante perdió su magia y su poder. Entonces apareció Yorinda, tan bonita como antes, y se lanzó a sus brazos. Él liberó a todas las demás chicas que habían sido convertidas en pájaros y, con Yorinda, volvieron a su casa, donde vivieron muchos años felices.

Yorinda y Yoringuel se besan, celebrando su amor frente a las jóvenes liberadas del hechizo de la bruja.
Fin.

Autor: Los hermanos Grimm, «Grimm’s Kinder- und Hausmärchen» (Cuentos de la infancia y del hogar).  1812.

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