La Bella y la Bestia

La Bella y la Bestia juntos, con ropas azules adornadas con oro y diamantes.

Había una vez un hombre muy rico que tenía seis hijos, tres chicos y tres chicas. Este hombre era muy sabio y tenía mucho dinero, así que no se midió en gastos para educar a sus hijos. Sus hijas eran muy bonitas, pero la más joven era tan hermosa que, desde que era pequeña, todos la llamaban «la bella niña», y así se quedó su nombre.

Además de ser la más guapa, la hija menor también era la más bondadosa. Sus hermanas mayores presumían maliciosamente su riqueza frente a los que tenían menos que ellas; se comportaban como grandes divas que solo toleraban la compañía de personas de alto estatus. Se pasaban el tiempo en fiestas, bailes y paseos, mientras que la menor prefería pasar su tiempo leyendo buenos libros.

Las tres jóvenes, bellas y adineradas, eran pretendidas por los galanes más adinerados de toda la región. Sin embargo, las dos hermanas mayores los rechazaban con desdén, diciendo que solo se casarían con nobles, como duques o condes.

La Bella, como la llamaban todos, agradecía educadamente el interés de sus pretendientes, pero les decía que aún era muy joven y que deseaba pasar más tiempo con su padre antes de casarse.

El mercader sufrió un gran golpe y perdió toda su riqueza. Solo les quedó una pequeña casa en el campo, lejos de la ciudad. Con el corazón roto y lleno de tristeza, les dijo a sus hijos que debían mudarse allí y trabajar como campesinos para ganarse la vida.

Las dos hermanas mayores respondieron con su arrogancia habitual, rechazando la idea de ir al campo. Decían que tenían muchos pretendientes en la ciudad que aún querrían casarse con ellas, a pesar de que ya no fuesen ricas. Pero estaban equivocadas, ya que sus pretendientes, tan pronto se enteraron de que perdieron su fortuna, perdieron el interés en ellas.

Debido a su actitud orgullosa, nadie simpatizaba con ellas. Las otras chicas y sus familias comentaban que no merecían compasión y que deberían pretender ser damas frente a las ovejas. Sin embargo, la gente también hablaba de la Bella; con mucho cariño y presar decían:

—¡Qué tristeza nos da por la Bella! ¡tan buena hija! ¡con qué humildad trata a los demás! ¡tan dulce, tan honesta!

Aunque sobraban hombres querían casarse con ella pese a su pobreza, la muchacha rechazaba sus propuestas. Respondía que quería estar con su padre en estos tiempos difíciles y ayudarlo en la vida en el campo. Aunque Bella estaba triste por perder su fortuna, se decía a sí misma que llorar no la ayudaría. Sabía que debía encontrar la felicidad, aún en la pobreza.

Cuando el mercader y sus tres hijos llegaron y se instalaron en la casa de campo, comenzaron a trabajar en la tierra como campesinos. La Bella, se levantaba muy temprano para limpiar la casa y preparar la comida. Al principio, esto era agotador para ella, ya que no estaba acostumbrada a trabajar tan duro. Sin embargo, con el tiempo, se adaptó y empezó a notar que gracias al esfuerzo gozaba de una salud perfecta. Después de terminar sus tareas, disfrutaba de la lectura, tocaba el clavicordio y cantaba mientras cosía o realizaba otras labores.

La Bella, con cabello castaño y vestido azul, feliz ayudando a su padre en el campo.

Sus hermanas, en cambio, se aburrían mucho. Se levantaban tarde, paseaban todo el día y solo se quejaban de su situación y de la pérdida de sus lujos. Se burlaban de Bella por estar contenta con su vida sencilla.

—Mira a nuestra hermana —se decían entre sí—, es tan ingenua y estúpida, que se contenta con su miseria.

El padre, que era muy trabajador, reconocía las cualidades de la Bella. Admiraba su dedicación, paciencia y determinación. Estaba orgulloso la Bella y lamentaba que las sus hermanas se burlaran de ella.

Después de vivir en la casa de campo durante un año, el mercader recibió una carta que anunciaba la llegada de un barco con mercancías para él. Las hermanas mayores se emocionaron mucho pensando que pronto regresarían a la vida de la ciudad, los lujos, y las fiestas. Le pidieron al padre que les trajera vestidos, bufandas, zapatos y toda clase de accesorios, mientras la Bella guardaba silencio, sabiendo que sus hermanas no se sentirían realizadas, ni con todo el oro del mundo.

—¿No quieres que te traiga algo? —le preguntó su padre.

—Si no es mucha molestia, me encantaría tener una rosa. No he visto ninguna por aquí y sería lindo tener una.

No es que realmente quisiera la rosa, sino que no quería destacar por no pedir nada, ya que sus hermanas habían mencionado que ella no pediría nada solo para hacerse notar.

El buen hombre partió hacia el puerto con optimismo, pero al llegar le informaron que, por no cumplir ciertos requisitos, no recibiría sus mercancías. Por más que intentó solucionar, por muchos medios, aquellas las dificultades, se quedó sin las mercancías y más pobre que antes. Con el corazón roto, pero con la emoción de poderse reunir con su familia, comenzó su viaje de regreso a casa. No estaba lejos, solo a unas treinta millas. Para su desgracia, una inclemente tormenta de nieve y viento hizo que se perdiera en la profundidad del bosque.

La nieve caía con fuerza y el viento soplaba tanto que lo tumbó dos veces de su caballo. Cuando la noche cayó, supo que moriría de frío o de hambre; o que los lobos, que aullaban a sus espaldas, lo devorarían. De repente, a través de las hileras de árboles, divisó una luz brillante en la distancia.

El padre de la Bella encuentra el castillo milenario de la Bestia en el bosque.

Caminó hacia esa dirección y, al acercarse, notó que la luz provenía de un inmenso palacio. Se apresuró a entrar para refugiarse allí, pero su sorpresa fue enorme al ver que no había nadie en los patios. Su caballo lo siguió y entró en una amplia caballeriza abierta, donde encontró heno y avena. El pobre animal, que estaba famélico, comenzó a comer vorazmente. Tras asegurarse de que estuviera bien, el mercader se adentró en el castillo, pero tampoco encontró a nadie. Finalmente, llegó a una gran sala donde había un fuego encendido y una mesa llena de comida con un solo puesto. Quizás fuera un poco audaz, pero decidió acercarse.

La tentación era irresistible; estaba titiritando y empapado por la lluvia y la nieve, así que se acercó al fuego para secarse.

«El dueño de esta casa y sus sirvientes deben estar por llegar. Seguro me perdonarán el haberme tomado esta libertad», pensaba para sí mismo.

Esperó un tiempo, mirando en busca de señales de vida en el palacio, pero después de que sonaran once campanadas, sin que nadie apareciera, su hambre se desbordó. Agarró un pollo y lo devoró en un par de bocados a pesar de sus temblores. Bebió algunos sorbos de vino y, con un nuevo impulso de valentía, exploró diferentes habitaciones lujosamente amuebladas. En una de ellas encontró una espléndida cama, con almohadas suaves y mantas de felpa; y como ya pasaba de la medianoche, lleno, exhausto y abrumado por la aventura, decidió cerrar la puerta y acostarse a dormir.

Cuando se despertó al día siguiente, a las diez de la mañana, quedó sorprendido al encontrar un traje perfectamente hecho a su medida en lugar de sus viejas y gastadas ropas.

«Esto solo puede significar que o estoy soñando, o este palacio pertenece a un hada buena que se apiadó de mi», supuso.

Miró por la ventana y quedó asombrado al ver que no había rastro de nieve, sino un hermoso jardín lleno de flores. Luego entró en la habitación donde había cenado la noche anterior y encontró una taza de chocolate esperándolo en una mesita.

—¡Gracias, querida hada! —exclamó en voz alta— Te agradezco por haberme dado refugio en esta noche tan inclemente, y por pensar en mi desayuno.

Después de tomar el chocolate, salió en busca de su caballo. Mientras caminaba por una zona llena de rosas blancas, recordó el pedido de la Bella y decidió cortar una para llevársela. Justo en ese momento, se oyó un fuerte estruendo y vio que se acercaba una criatura espantosa que casi lo hizo desmayar…

El padre de la Bella roba una rosa blanca del castillo de la Bestia.

—¡Ah, ingrato! —le habló la Bestia con una voz aterradora— Te salvé la vida al darte refugio en mi palacio, y ahora, para mi pesar, tomas mis rosas, que son lo que más amo en el mundo. Tienes que morir para compensar este error.

El mercader se arrodilló ante la Bestia, juntó sus manos y le suplicó:

—Señor, por favor, perdóneme. No tenía intención de ofenderle al tomar una rosa. Era para una de mis hijas, quien me la había pedido.

—Yo no soy ‘señor’, soy la Bestia —respondió el monstruo— No me gustan los halagos. Prefiero las personas que hablan con sinceridad. Tus cumplidos no me conmoverán. Sin embargo, has dicho que tienes hijas. Estoy dispuesto a perdonarte, con la condición de que una de ellas venga a morir en tu lugar. No discutas. Ve inmediatamente y si tus hijas se niegan a morir por ti, júrame que volverás en tres meses.

—Pero no quiero que te vayas con las manos vacías —añadió la Bestia—. Vuelve a la habitación donde pasaste la noche: encontrarás un cofre grande, y allí podrás poner lo que quieras. Yo me encargaré de que llegue a tu casa.

Después de decir esto, la Bestia se marchó y el hombre pensó para sí mismo:

—Aunque pierda la vida, al menos mis hijas no pasarán hambre.

Regresó a la habitación donde había dormido y descubrió un montón de monedas de oro. Las puso en el cofre que la Bestia le había mencionado; lo cerró, fue a las caballerizas a buscar su caballo y dejó el palacio con mucha tristeza. Su caballo eligió un camino en el bosque y en unas horas llegaron de nuevo a su pequeña granja.

Sus hijas e hijos se reunieron a su alrededor y, en vez de abrazar a su familia, el pobre hombre rompió en llanto al verlas. Sostenía una rosa que había cortado para Bella y al dársela, le dijo:

—Bella, toma esta rosa, que ha costado caro a tu desafortunado padre.

Luego les contó a sus hijas lo que le había sucedido con la Bestia. Las dos hermanas mayores comenzaron a llorar y gritar, y a culpar a la Bella, quien no derramó ni una lágrima.

—¡Miren cómo el orgullo de esta niña nos ha llevado a esto! —gritaban enojadas—. ¿Por qué no pidió cosas lujosas como nosotras? ¡No, ella tenía que ser diferente! Ahora nuestro padre morirá por su culpa y ella ni llora.

La Bella consuela a su padre porque debe irse a vivir con la Bestia.

—No serviría de nada llorar —respondió la Bella—. ¿Para qué voy a llorar por nuestro padre si no es necesario que muera? La Bestia acepta que una de nosotras tome el lugar de él. Yo me ofreceré para salvar a nuestro padre, y estaré contenta de hacerlo. Así podré demostrar mi amor por él y por ustedes también.

—No, hermana —dijeron sus tres hermanos—, no es necesario que tú también mueras. Nosotros buscaremos a esa Bestia y la enfrentaremos, aunque tengamos que muramos en el intento.

—No se hagan ilusiones, hijos míos —dijo el padre—. La Bestia es demasiado poderosa y no tengo esperanzas de vencerla. Aprecio las nobles intensiones de Bella, pero no la pondré en peligro. Yo ya soy viejo y no me queda mucho tiempo; solo perderé unos años de vida, los cuales solo quiero vivir por ustedes, mis queridos hijos.

—Te aseguro, papá —le dijo la Bella—, que no te dejaré ir solo a ese palacio. No me impedirás acompañarte. Parte de la desgracia es también mi culpa. Aunque soy joven, no tengo un gran apego a la vida y preferiría enfrentar a esa Bestia antes que vivir con el dolor y remordimiento de perderte.

A pesar de razonar con ella, no pudieron convencerla de hacer lo contrario. Sus hermanas estaban contentas, ya que siempre habían sentido una inmensa envidia por las virtudes de la Bella. El mercader estaba abrumado por la idea de perder a su hija, y en medio de la tristeza, olvidó el cofre lleno de oro. Sin embargo, cuando fue a su habitación para dormir, se sorprendió al encontrar el cofre cerca de su cama. Decidió mantener el secreto a sus hijos, ya que ellos podrían querer regresar a la ciudad, mientras que él estaba decidido a pasar sus últimos días en el campo. Pero compartió el secreto con Bella, quien a su vez le contó que, durante su ausencia, dos caballeros habían venido a visitar y que ambos estaban enamorados de sus hermanas. Le pidió a su padre que permitiera que se casaran, ya que, a pesar de todo, ella seguía amando a sus hermanas y las perdonaba de corazón por todo el mal que le habían hecho.

El día en que la Bella y su padre se fueron, las dos hermanas se pusieron cebolla en los ojos para tener lágrimas falsas con que despedirlos. Sus hermanos lloraron sinceramente, al igual que el padre. En toda la casa, la Bella fue la única que no lloró, ya que no quería aumentar la tristeza de los demás.

Montaron en el caballo y se dirigieron hacia el palacio. Al caer la tarde, el palacio estaba iluminado de la misma manera que la primera vez. El caballo entró solo en la caballeriza, y el mercader y su hija entraron en el gran salón, donde encontraron una mesa para dos comensales, con el más delicioso festín. Aunque el mercader no tenía ganas de comer, Bella se esforzó por parecer tranquila y se sentó a la mesa, sirviendo la comida para ambos. Sin embargo, pensó para sí misma que la Bestia debía querer que ella engordara antes de comérsela, ya que la estaba tratando con tanta generosidad.

Cuando terminaron de cenar, se escuchó un fuerte ruido y el mercader, entre lágrimas, le advirtió a Bella que la Bestia se acercaba… Aunque la Bella no pudo evitar sentir miedo al ver a la gran y horrible criatura, trató de ocultar su temor. Cuando la Bestia le preguntó si la habían obligado a venir o si había venido por su propia voluntad, la Bella, temblando, respondió que había decidido venir por su propia elección.

—Eres muy valiente —dijo la Bestia—. Te lo agradezco mucho. Buen hombre, te marcharás por la mañana y no vuelvas nunca más. Jamás. Adiós, Bella.

—Adiós, señor —respondió Bella.

Y enseguida se retiró la Bestia.

—¡Ay, hija mía! —dijo el mercader, abrazando a la Bella—. ¡Estoy realmente asustado! Escúchame y déjame quedarme en tu lugar.

—No, papá —respondió la Bella con determinación—. Tú partirás por la mañana.

Luego fueron a acostarse, pensando que no podrían dormir en toda la noche, pero, al poner la cabeza en la almohada, enseguida se quedaron dormidos. Mientras dormía, Bella tuvo un sueño en el que vio a una dama que le dijo:

— Bella, Tu buen corazón me hace muy feliz. No quedará sin recompensa tu sacrificio para salvar la vida de tu padre.

Cuando despertó, la Bella le contó el sueño a su padre. Aunque esto le brindó un poco de consuelo, no pudo evitar llorar amargamente cuando se separó de su querida hija.

Después de que su padre se hubo marchado, Bella se dirigió al gran salón y allí lloró…

La Bella llora porque extraña a su padre y a su familia.

Sin embargo, era muy fuerte, y decidió no dejarse llevar por la tristeza durante el poco tiempo que le quedaba de vida, ya que estaba convencida de que la Bestia la devoraría esa misma tarde. Mientras esperaba, decidió explorar el magnífico castillo, ya que no podía evitar sentirse conmovida por su belleza. Quedó aún más sorprendida cuando encontró un mensaje escrito sobre una puerta:

«Aposento de la Bella»

Abrió la puerta apresuradamente y quedó maravillada por el esplendor del lugar. Lo que más le llamó la atención fue una biblioteca llena de libros de variadas materias, un clavicordio y montones de partituras de música, lo que reunía todo lo que a ella le producía pasión.

—Quiere que esté contenta —susurró para sí misma. Luego añadió enseguida—. No creo que haya conseguido todo en un solo día».

Este pensamiento la animó y, poco después, mientras exploraba la biblioteca, encontró un libro con una inscripción en letras de oro que decía:

«Ordene, disponga, aquí usted es la reina y señora»

—Nada más deseo que ver a mi papá y saber cómo está —suspiró ella.

Había hablado para sí misma, pero al volver la mirada a un gran espejo, su sorpresa fue enorme. Allí vio su casa, y su padre estaba llegando muy triste y acongojado. Sus dos hermanas mayores lo recibieron, y aunque trataban de parecer afligidas, en sus rostros se notaba la satisfacción por haberse librado de su hermana menor, aquella que resaltaba por su belleza y bondad. Todo desapareció al instante, y la Bella no pudo evitar pensar que la Bestia era muy complaciente y que no tenía que temerle.

Al mediodía, encontró la mesa puesta y, mientras comía, disfrutó de un hermoso concierto, aunque no vio a nadie tocando. Aquella tarde, cuando se sentó a la mesa nuevamente, escuchó la Bestia se acercaba, y no pudo evitar sentir un escalofrío.

La Bella desayuna manjares con música celestial que suena por todo el castillo.

—Bella —le habló el monstruo—, ¿te incomoda si te observo mientras comes?

—Tú eres el dueño de este lugar —respondió la Bella, con voz temblorosa.

—No —dijo la Bestia—, aquí tú eres la dueña de todo. Si te incomoda, solo tienes que pedirme que me vaya y lo haré al instante, pero dime, ¿no te parece que soy muy feo?

—Es verdad —respondió la Bella—, porque no sé mentir. Pero en cambio creo que eres muy bueno.

—Tienes razón —dijo el monstruo—, aunque no puedo juzgar mi propia fealdad, porque soy solo una bestia.

—No se es una bestia —contestó la Bella—, cuando uno reconoce que no puede juzgar algo. Los tontos no admitirían eso.

—Entonces, come —dijo el monstruo—, y trata de disfrutar tu tiempo aquí. Todo lo que ves te pertenece, y me entristecería mucho si no estuvieras feliz.

—Tu amabilidad me conmueve —dijo la Bella—. Realmente tu buen corazón me alegra. Cuando pienso en eso, no me parece que seas tan feo.

—¡Oh, señorita —respondió la Bestia—, tengo un buen corazón, pero solo soy una bestia!

—Hay muchos hombres más bestias que tú —dijo la Bella—, y prefiero tu apariencia a otros que, con forma de hombre, tienen corazones corruptos, ingratos, burlones y falsos.

La Bella ya no sentía tanto miedo y comió con buen apetito, pero su corazón casi se sale de su pecho cuando la Bestia le hizo una pregunta inesperada:

—Bella, ¿aceptarías ser mi esposa?

La Bestia cena con la Bella y le pide que sea su esposa.

La joven se quedó en silencio durante un tiempo largo, temiendo enfurecer al monstruo si rechazaba su propuesta. Finalmente, con un estremecimiento, respondió:

—No, Bestia.

La Bestia suspiró al escuchar su respuesta, emitiendo un silbido tan aterrador que hizo temblar el castillo. Aunque asustada en un principio, Bella pronto se calmó cuando la bestia, triste y con vos baja le dijo:

—Adiós, entonces, Bella —y salió de la sala, volviéndose varias veces para volverla a mirar.

Una vez sola, la Bella sintió compasión por la Bestia.

—¡Qué tristeza! —se lamentó—. ¡Es tan bueno, pero es tan feo!

Pasaron tres meses tranquilos en el castillo. Cada tarde, la Bestia la visitaba, tenían conversaciones llenas de sentido y, aunque faltaba el ingenio, la Bella encontraba en él muchas bondades. Había llegado a acostumbrarse a su fealdad, y en lugar de temer su llegada, esperaba ansiosa a las nueve de la noche, la hora en que siempre aparecía la Bestia. No obstante, había algo que la entristecía: todas las noches, antes de marcharse, la Bestia le preguntaba si quería ser su esposa, y cuando ella decía que no, parecía afectado por un profundo dolor. Un día, Bella decidió hablarle con franqueza:

—Me apena mucho, Bestia. Me gustaría poder complacerte, pero soy sincera y no puedo hacerte creer que podría amarte de esa manera. Pero siempre seré tu amiga, y espero que puedas contentarte con eso.

—Sí, entiendo que mi aspecto es espantoso, pero mi amor por ti es inmenso —le respondió la Bestia—. A pesar de eso, estoy contento de que quieras quedarte aquí. Por favor, prométeme que no me dejarás solo nunca.

—Bella se sonrojó al oír estas palabras. —Había visto en el espejo cómo su padre sufría por su ausencia y deseaba volver a verlo.

—Yo estaría dispuesta a prometerte —le dijo a la Bestia—, que nunca te abandonaría, pero tengo un deseo irrefrenable de ver a mi padre. Su tristeza me duele tanto que no podré soportarlo.

—Preferiría morir antes que causarte dolor —dijo el monstruo—. Te permitiré ir a casa de tu padre, y mientras estés allí, la tristeza me consumirá y moriré.

—¡Oh, no! —respondió la Bella, llorando—. Te quiero demasiado para soportar eso. Prometo volver en ocho días. Me has hecho ver que mis hermanas están casadas y mis hermanos están lejos en el ejército. Mi padre está solo. Por favor, permíteme pasar una semana con él.

La Bella le pide a la Bestia permiso para visitar a su familia.

—Mañana estarás con él —dijo la Bestia—, pero recuerda tu promesa. Cuando desees regresar, solo coloca tu anillo en la mesa a la hora de dormir. Adiós, Bella…

La Bestia suspiró, como de costumbre, y la Bella se acostó con tristeza al verlo tan afectado. Al despertar al día siguiente, se encontraba en la casa de su padre. Al tocar una campanilla cerca de la cama, la criada acudió sorprendida y dio un grito al ver a Bella. Pronto, el padre de Bella llegó, y su alegría al recuperar a su querida hija fue tal que se abrazaron durante más de un cuarto de hora.

Después de un cálido reencuentro con su padre, la Bella recordó que no tenía ropa para vestirse. Sin embargo, la sirvienta le informó que había encontrado un cofre en la habitación de al lado lleno de vestidos espectaculares con detalles de oro y diamantes. Agradecida por las atenciones de la Bestia, la Bella pidió que le trajeran el vestido más sencillo de todos y que guardaran los demás para regalárselos a sus hermanas. Pero tan pronto como dio la orden, el cofre desapareció. Su padre sugirió que la Bestia quizás quería que ella se quedara con los regalos, y en ese instante el cofre volvió a aparecer donde estaba antes.

La Bella se vistió con uno de los hermosos vestidos, y mientras tanto, sus hermanas, que fueron avisadas, llegaron acompañadas por sus esposos. Las hermanas no estaban contentas en sus matrimonios. La primera se casó con un hombre tan guapo como un cupido, pero solo se preocupaba por su propia apariencia y se olvidaba completamente de su esposa. La segunda estaba casada con un hombre soberbio con un gran talento que solo servía para mortificar, especialmente a su esposa.

La Bella visita a su familia con trajes hermosos, mientras sus hermanas la miran con envidia.

Cuando vieron a Bella vestida como una princesa y más hermosa que la luz del día, las hermanas sintieron una envidia que les producía dolor. A pesar de los amorosos gestos de la Bella, no pudieron ocultar sus celos. La envidia fue incontenible cuando Bella les contó lo feliz que se sentía. Las dos hermanas se retiraron al jardín para llorar y desahogarse

—¿Por qué ella es tan afortunada? ¿Acaso no merecemos nosotras también ser felices? —se lamentó una de ellas.

La idea que tengo es que intentemos retenerla aquí por más de ocho días —le contesto la otra hermana—. Así la Bestia pensará que rompió su promesa, y tal vez la devore.

—¡Tienes una idea genial, hermana! —respondió la otra—. Para lograrlo, deberíamos elogiarla sin cesar.

Con esta decisión en mente, volvieron a la habitación de la Bella y le mostraron tanto cariño y afecto que Bella lloraba de la felicidad. Cuando pasaron los ocho días, sus hermanas comenzaron a arrancarse el cabello y a mostrar una tristeza extrema por su partida. Entonces, Bella accedió a quedarse otros ocho días.

Sin embargo, la Bella se sentía culpable por causar tanto dolor a la Bestia, a la que quería con todo su corazón. Además, extrañaba verlo. En la décima noche que pasó en casa de su padre, tuvo una pesadilla. Soñó que estaba en el jardín del castillo y veía a la Bestia tendido en el suelo, casi muerto, reprochándole por su ingratitud. Se despertó sobresaltada y con lágrimas en los ojos.

—Pero qué cruel he sido —se dijo a sí misma—. Le hago tanto daño a alguien que me ama con todo su corazón. ¿Es culpa suya ser feo y no tan inteligente? Su corazón bondadoso es lo que importa. ¿Por qué no me casaría con él? Sería más feliz que mis hermanas con sus esposos. La belleza no garantiza la felicidad en un matrimonio; lo que realmente importa es la bondad, la virtud y el deseo sincero de hacer feliz al otro. La Bestia tiene todas estas cualidades. Aunque no lo amo, lo valoro y siento amistad por él. ¿Por qué habría de ser yo la causa de su dolor si luego lamentaré mi ingratitud por el resto de mi vida?

Bella se levantó de la cama, puso su anillo sobre la mesa y se acostó nuevamente. Casi al instante, cayó en un profundo sueño. Al despertar a la mañana siguiente, se alegró al darse cuenta de que estaba de vuelta en el castillo de la Bestia. Se vistió con sus ropas más hermosas para complacer al monstruo, y esperó ansiosa a que fueran las nueve de la noche para su encuentro. Sin embargo, cuando el reloj marcó la hora, la Bestia no apareció.

Bella empezó a preocuparse, temiendo que su decisión hubiera causado la muerte del monstruo. Suspirando frenéticamente y al borde de la desesperación, recorrió cada rincón del castillo en busca de él. En ese momento, recordó su sueño y se dirigió corriendo hacia el estanque que había visto en él. Allí encontró a la pobre Bestia, inconsciente y tendido sobre la hierba. Temió lo peor, creyendo que había muerto.

La Bestia agoniza porque la Bella rompió su promesa de regresar a tiempo.

Se arrodilló junto a él, sin repudio ni asco, y al notar que su corazón aún latía, tomó un poco de agua del estanque y le roció el rostro. La Bestia abrió los ojos y habló con voz débil:

—Rompiste tu promesa, y el dolor de perderte me llevó dejarme morir del hambre. Pero ahora, al menos, podré morir en paz después de verte una vez más.

Bella, con lágrimas en los ojos, le respondió:

—No, mi querida Bestia, no vas a morir. Te ofrezco mi mano y mi corazón. Prometo ser tuya y de nadie más. Comprendí que lo que siento por ti es mucho más profundo que la amistad. No podría imaginar mi vida sin verte a mi lado.

Apenas la Bella pronunció esas palabras, todo el palacio se llenó de una luz brillante y deslumbrante. Luces y fuegos artificiales iluminaban el lugar, y la música llenaba el aire, anunciando una gran fiesta. A pesar de tanta belleza, la Bella no podía distraerse de la preocupación por su querida Bestia. Sin embargo, para su asombro, la Bestia había desaparecido y en su lugar estaba un apuesto príncipe. El príncipe le agradeció a Bella por haber roto el encantamiento que lo había atrapado. Aunque Bella estaba impresionada por la apariencia del príncipe, no pudo evitar preguntar por la Bestia.

—Yo soy la Bestia que, estando bajo el hechizo de un hada malvada, he sido privado de mi apariencia y mi inteligencia —respondió el príncipe—. No alcanza todo el reino para expresarte lo agradecido estoy.

La condición para romper el hechizo era que una bella joven se enamorara de él, viendo más allá de su apariencia exterior. La Bella había sido la única capaz de ver su buen corazón y aceptarlo tal como era.

La Bella le ofreció su mano al príncipe para que se pusiera de pie y caminaron juntos de regreso al castillo. Cuando llegaron, La Bella tuvo la inmensa dicha de encontrar a su padre y toda su familia reunidos en el gran salón, llevados allí por la dama misteriosa de sus sueños.

—Bella, es hora de que recibas la recompensa por tu sabia elección —dijo la dama, que era una poderosa hada—. Has optado por la virtud en lugar de la belleza, y por eso mereces encontrar todas esas cualidades en una sola persona. Serás una gran reina, y espero que tus virtudes brillen incluso en el trono.

—Y en cuanto a ustedes, señoras —añadió el hada, dirigiéndose a las hermanas de la Bella—, conozco la maldad en sus corazones y sus malas intenciones. Se convertirán en estatuas, pero mantendrán la razón en lo más profundo de la piedra que las rodeará. Estarán a la entrada del palacio de Bella, siendo testigos de su felicidad. No serán liberadas hasta que reconozcan sus errores, pero temo que quizás nunca dejen de ser estatuas. Pues uno puede superar el orgullo, la ira, la glotonería y la pereza, pero es difícil transformar un corazón malicioso y envidioso.

Con un golpe de su varita, el hada transportó a todos al gran salón del reino del príncipe. La gente lo recibió con alegría y pronto celebraron su boda con la Bella. Como ambos eran virtuosos y se tenían un amor sincero, compartieron muchísimos años juntos y fueron muy, muy felices.

Fin.

Cuento de Gabrielle-Suzanne Barbot de Villeneuve, «La Belle et la Bête».  1740.

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