Érase una vez un niño que tenía muchísimos juguetes. Los guardaba todos en su habitación y, durante el día, pasaba horas y horas jugando felizmente con ellos. Le gustaba mucho jugar a la guerra. Ponía los soldaditos unos frente a otros y la batalla más épica comenzaba.
Uno de sus juguetes favoritos era un soldadito de plomo que tenía una pierna rota. A pesar de esto, el niño lo ponía al frente cuando jugaba a la guerra. Lo que el niño no sabía es que sus juguetes cobraban vida por la noche.
Una noche, el soldadito de plomo conoció a una hermosa bailarina de plomo y se enamoró de ella. Aunque pasaban muchas noches juntos, el soldado no encontraba el valor para expresarle su amor. Durante el día, cuando el niño lo colocaba en medio de otros soldados, esperaba que la bailarina se diera cuenta de lo valiente que era.
Pero el soldadito de plomo tenía un problema: cada día, un payasito malicioso que vivía en una cajita de sorpresas, saltaba de golpe, lo señalaba y se burlaba; hasta que un día le gritó:
—¡Loco! ¿Qué tanto le miras a la bailarina de plomo?
El soldadito se sintió muy avergonzado, pero, para su sorpresa, la bailarina lo consoló:
—No le hagas caso. Tiene celos porque quiero hablar contigo y con él no.
Por buen rato platicaron, pero no se atrevieron a confesarse su amor.
Un día, el niño los separó:
—Ahora harás guardia en este lugar, porque eres en quien más confío —le dijo mientras lo ponía en lo alto de una repisa.
El tiempo pasaba y el soldadito de plomo extrañaba mucho la compañía de su enamorada. Hasta que un día, una salvaje tormenta azotó la casa; todo se sacudió y el viento sopló tanto, que el soldadito salió despedido por la ventana y cayó con su fusil clavado en el suelo.
Dos niños, que caminaban muy pegados a la pared para no mojarse, pasaron cerca del soldadito de plomo y lo vieron clavado en la tierra, todo empapado.
¡Qué pesar de que le falta una pierna! Si no, me lo hubiera llevado a casa —dijo uno.
—Llevémoslo de todas formas. Para algo servirá —dijo el otro, y se lo metió en un bolsillo.
Al otro lado de la calle, un arroyo corría llevando consigo un pequeño barco de papel que había llegado allí de alguna manera.
Al otro lado de la calle, un arroyo corría llevando consigo un pequeño barco de papel que había llegado allí de alguna manera.
—Pongámoslo en el barco para que parezca marinero —dijo el niño que lo recogió.
Así, en un segundo, el soldadito de plomo se convirtió en un intrépido navegante. La rápida corriente lo llevó hacia una alcantarilla que también tragó al barquito. Dentro del oscuro túnel, el agua estaba turbia y se arremolinaba con ímpetu.
Unas enormes ratas, con sus ojos vidriosos y dientes rechinantes, observaron al valiente marinerito sobre su frágil barca mientras pasaba. Pero este soldadito de plomo no se asustaba fácilmente, pues ya había participado en épicas batallas toda su vida.
Al fin, la alcantarilla desembocó en un río, y el barquito fue arrastrado por remolinos turbulentos y naufragó.
El soldadito de plomo, mientras se hundía en el azul profundo del agua, pensó que su momento había llegado…
En ese instante, miles de pensamientos pasaron por su mente, pero lo más angustiante fue caer cuenta de que no tendría otra oportunidad para confesar su amor por la bailarina de plomo.
De pronto, su destino cambió, pues una boca inmensa, atraída por sus vistosos colores, se lo tragó.
Sin embargo, el pez no tuvo tiempo de digerir su inusual comida porque pronto quedó atrapado en la red de un pescador que había tendido sus redes en el río. Poco después, el pez y otros desafortunados peces fueron a parar a una cesta en el mercado. Allí, una bonita señora se llevó el pescado para la cena de esa noche y gigante fue su asombro cuando descubrió lo que había tragado el pez:
—¡No puede ser!, ¿es este el soldadito que mi hijo tanto está buscando? —dijo atónita la mamá del niño.
—¡Sí, sí es el mío! —exclamó el niño lleno de alegría cuando reconoció al soldadito sin su piernita, y que hacía días había perdido.
—¡No sé cómo llegó a la barriga de este pez! ¡Pobre, debe haber tenido muchas aventuras desde que se perdió! —dijo mientras lo colocaba en la repisa de la chimenea, donde, casualmente, su hermanita había puesto a la bailarina.
Un verdadero milagro reunió a los dos enamorados otra vez. Felices de estar juntos de nuevo, pasaron la noche contándose lo que les había sucedido desde que se habían separado.
Sin embargo, su dicha no duró mucho. El perrito, que estaba jugando alegremente muy cerca de la chimenea, saltó con tanta dicha, que la chimenea tembló y la bailarina al suelo cayó.
El soldadito de plomo, lleno de miedo, vio cómo su amada caía. Podía sentir el calor del fuego cerca de él, y aún más de ella. Se sintió desesperado, impotente y frustrado al no poder hacer nada para salvarla.
El soldadito, con su única pierna, intentó mover la base que lo sostenía, pero fue inútil. Finalmente, se sacudió tanto que también cayó en el fuego. Él y la bailarina estaban juntos en la desgracia.
—Me gustas mucho, y siempre te querré —confesó, al fin, el soldadito de plomo.
La bailarina de plomo se emocionó mucho, porque también estaba enamorada de él.
Las llamas abrazadoras comenzaron a derretir sus pequeñas bases de plomo, que comenzaron a fundirse y mezclarse entre sí. Para su sorpresa, y agrado del soldadito, el metal tomó la forma de un corazón.
Estaban a punto de fundirse cuando el niño los vio y velozmente empujó a las dos estatuillas lejos del fuego, con su pie. El soldadito de plomo y la bailarina quedaron intactos, salvo por sus bases que se fusionaron. Desde entonces, el soldadito de plomo y la bailarina vivieron las más intensas aventuras, y enfrentaron las batallas más épicas, felizmente unidos por su suerte y por su amor.
Autor: Hans Christian Andersen, “Eventyr, fortalte for Børn” (Cuentos contados para niños).
1838.