Cenicienta y la Zapatilla de Cristal

Cenicienta vestida de blanco y sus tres hermanastras, en trajes de época dentro de una bonita habitación medieval con vitrales.

Había una vez un buen hombre que se casó, por segunda vez, con una mujer muy orgullosa y malhumorada, la peor que puedas imaginar. El hombre tenía dos hijas, que eran igual de orgullosas y malas como su nueva esposa. Pero también tenía una hija de su primera esposa, y esta chica era amable y buena, similar a su difunta madre que había sido una persona excepcional.

Pero tan pronto como la fiesta de la boda terminó, la madrastra comenzó a tratar mal a la joven. No soportaba sus buenas cualidades, especialmente porque, en comparación con sus hijas, la joven parecía mucho mejor. La obligaba a hacer las tareas más humildes de la casa: lavar platos y utensilios de cocina, barrer las habitaciones de la señora y de sus dos hijas, dormir en el granero en una cama incómoda, limpiar la chimenea y aún más. Mientras tanto, sus hermanastras disfrutaban de habitaciones lujosas con camas cómodas y grandes espejos donde se veían de pies a cabeza. A pesar de todo esto, la joven aguantaba con paciencia y no se atrevía a quejarse con su padre, quien estaba controlado por su nueva esposa.

Entonces, el hijo del rey organizó una gran fiesta y llamó a las personas importantes, incluidas las dos hermanastras, muy populares en el reino. Estas chicas estaban muy ocupadas eligiendo sus vestidos y accesorios para la fiesta. La pobre Cenicienta tenía mucho trabajo extra porque tenía que arreglar la ropa de sus hermanas y asegurarse de que sus vestidos se vieran perfectos. Solo se hablaba de los trajes que usarían en la fiesta. La hermana mayor dijo:

—Voy a llevar un vestido de terciopelo rojo y un collar de Inglaterra.

—Yo usaré mis faldas habituales, pero en cambio, luciré mi manto adornado con flores doradas y mi collar de diamantes, que es una joya increíble —agregó la hermana menor.

Contrataron a una estilista experta para que las hiciera lucir espectaculares, y buscaron lunares en la tienda donde los vendían más bonitos. Llamaron a Cenicienta para pedirle su opinión, porque sabían que tenía un gusto exquisito. Ella les dio consejos geniales e incluso se ofreció a peinarlas, lo cual aceptaron sus hermanas.

Mientras las peinaba, ellas le preguntaron:

—Cenicienta, ¿te gustaría ir a la fiesta?

—¡Oh, chicas, están bromeando conmigo! ¡No debería ir a una fiesta como esa!

—Tienes razón —dijeron a carcajadas—, ¡serías el hazmerreír de la fiesta!

Otra persona se habría enojado y las hubiera peinado mal, pero Cenicienta era buena y las peinó maravillosamente. Estuvieron tan emocionadas que no comieron durante casi dos días. Arruinaron más de doce lazos al apretarlos tanto para tener una cintura más pequeña, y pasaron todo el tiempo frente al espejo.

Finalmente, llegó el día de la fiesta. Las hermanas se fueron y Cenicienta las miró hasta que desaparecieron en el camino. Entonces… ella comenzó a llorar.

Su madrina, que era un hada, la vio llorando y le preguntó qué le pasaba.

—Yo… yo quisiera…

No podía hablar bien debido a los sollozos. Su madrina le preguntó:

—¿Quieres ir a la fiesta? ¿Adiviné correctamente?

—¡Oh, sí! —respondió Cenicienta suspirando.

—¿Puedes ser buena? —preguntó su madrina—. Si eres buena, podrás ir a la fiesta.

La madrina llevó a Cenicienta a su habitación y le dijo:

—Ve al jardín y tráeme una calabaza.

Cenicienta en vestido dorado, con su hada madrina y carroza dorada, bajo un cielo nocturno con luna llena.

Cenicienta fue rápidamente a buscarla y tomó la calabaza más bonita que encontró. Se la entregó a su madrina, sin entender qué tenía que ver con el baile. Su madrina la vació, y cuando solo quedó la cáscara, la tocó con su varita mágica. ¡Increíblemente, la calabaza se transformó en una deslumbrante carroza dorada! Luego, la madrina fue a la ratonera, donde encontró seis ratones, todos vivos. Le pidió a Cenicienta que levantara la trampa un poco, y cuando uno salió, le dio un toque mágico con su varita. ¡En un abrir y cerrar de ojos, el ratón se convirtió en un majestuoso caballo! Hizo esto seis veces, creando un equipo de seis corceles impresionantes, de un hermoso color gris rata

Cuando surgió la pregunta sobre quién sería el cochero, Cenicienta tuvo una idea:

—Voy a ver si queda algún ratón en la ratonera y lo convertiremos en cochero.

—Buena idea —dijo su madrina—. Ve a revisar.

Cenicienta regresó con la ratonera que contenía tres ratas grandes. El Hada eligió una por su barba y, al tocarla con la varita, la transformó en un robusto cochero con bigotes gruesos.

Después, su madrina le pidió:

—Ve al jardín y tráeme seis lagartijas que están detrás de la regadera.

Ella lo hizo, y en un instante, su madrina convirtió las lagartijas en asistentes, todos vestidos con uniformes elegantes. Subieron a la carroza, manteniéndose firmes como si lo hubieran hecho toda su vida.

Entonces, el Hada le dijo a Cenicienta:

—¡Listo! Ahora tienes todo lo necesario para ir al baile. ¿Estás emocionada?

—Sí, madrina. Pero ¿iré al baile con mi vestido feo?

La madrina tocó su vestido con la varita y se convirtió en un deslumbrante traje de seda, decorado con detalles en oro y piedras preciosas. Luego le entregó unas zapatillas de cristal, las más hermosas que jamás se hayan visto. Cenicienta subió a la carroza, y su madrina le advirtió con seriedad que debía dejar el baile antes de la medianoche. Si se quedaba un minuto más, la carroza se transformaría en calabaza nuevamente, los caballos en ratones, los criados en lagartijas y su vestido de gala volvería a ser antes.

Después de prometerle a su hada madrina que dejaría el baile antes de la medianoche, Cenicienta se fue llena de alegría. El príncipe, al enterarse de la llegada de una misteriosa princesa, corrió a recibirla. Le dio la mano para ayudarla a bajar de la carroza y la llevó al salón lleno de invitados. Fue tal la impresión y tal el deseo por contemplar su belleza, que el baile se detuvo; y la música y la conversación.

—¡Qué hermosa es! —susurraba la gente asombrada.

Cenicienta en vestido dorado en un salón del palacio, con pisos y paredes detalladas, en una noche estrellada.

Incluso el rey, a pesar de ser mayor, no podía dejar de verla. Le decía a la reina, que había pasado mucho tiempo desde que había visto a una mujer tan encantadora. Las mujeres estaban fascinadas por su atuendo y empezaron a pensar en cómo podrían tener trajes similares al día siguiente, aunque no estaban seguras de encontrar telas tan bonitas ni modistas tan talentosas.

El príncipe llevó a Cenicienta al lugar más importante y la invitó a bailar. Bailó con tal gracia que todos la admiraron aún más. Se sirvió una deliciosa comida, pero el príncipe apenas probó bocado, ya que no podía apartar los ojos de ella. Después, Cenicienta se sentó junto a sus hermanastras y fue muy amable con ellas, compartiéndoles naranjas y limones que el príncipe le había dado, lo que las sorprendió mucho, ya que no la reconocieron.

Mientras conversaban, Cenicienta escuchó el reloj sonar. Era casi medianoche. Hizo una reverencia a todos y se fue corriendo de regreso a su casa. Cuando llegó, se dirigió a su hada madrina y le agradeció. Le contó todo lo que había pasado y le expresó su deseo de volver al baile al día siguiente porque el príncipe se lo había rogado. Mientras hablaba con su madrina, sus hermanastras llamaron a la puerta. Cenicienta les abrió y les dijo:

—¡Sí que tardaron en volver!

Mientras decía esto, se frotaba los ojos y estiraba, como si recién se hubiera despertado, aunque en realidad no había dormido. Una de sus hermanas exclamó:

—Si hubieras estado en el baile, no te habrías dormido. Una princesa muy hermosa estuvo con nosotras. Fue muy amable y nos dio naranjas y limones.

La Cenicienta estaba realmente feliz. Les preguntó el nombre de la princesa, pero le dijeron que era desconocido y que esto preocupaba al príncipe, quien daría cualquier cosa por saberlo. Cenicienta sonrió y les dijo:

—¿Era hermosa? ¡Dios mío! Ustedes son muy afortunados. Yo también sería feliz si pudiera verla. Hermana, ¿me prestas tu vestido amarillo, el que usas todos los días? —le preguntó a la mayor.

—¿Estás loca? No pienso prestarle mi vestido a una chica sucia y fea como tú.

Cenicienta ya esperaba esta respuesta, no le importó mucho, ya que no sabría qué hacer si su hermana hubiera accedido.

Al día siguiente, las dos hermanas fueron al baile, y también la Cenicienta, ¡pero esta vez el atuendo de Cenicienta era aún más deslumbrante! El hijo del Rey no se separó de su lado y charlaron animadamente. Cenicienta estaba encantada escuchándolo, tanto que perdió la noción del tiempo y, sin darse cuenta, sonó la campanada de medianoche. De prisa, como un venado, se levantó y salió corriendo, seguida por el príncipe, pero él no pudo alcanzarla. En su apuro, Cenicienta perdió una de sus zapatillas de cristal, que el príncipe recogió.

El príncipe en túnicas púrpuras recoge la zapatilla de cristal que Cenicienta dejó al salir del baile a medianoche.

Cenicienta llegó a casa muy cansada, sin carroza ni sirvientes, y con su vestido feo, ya que todo su esplendor se desvaneció. Solo conservaba una de las zapatillas de cristal, la otra se le había perdido. Cuando las hermanas regresaron de la fiesta, Cenicienta les preguntó si se habían divertido y si habían visto a la hermosa princesa. Contestaron que sí, y le contaron que a medianoche la princesa había salido apresuradamente, dejando caer una zapatilla de cristal, ¡la más hermosa que habían visto! El hijo del rey la recogió y pasó el resto de la fiesta observándola, lo que demostraba que estaba enamorado de aquella a quién la pequeña zapatilla pertenecía.

Decían la verdad, ya que pocos días después, el príncipe anunció que se casaría con la chica cuyo pie encajara perfectamente en la zapatilla. Primero lo intentaron princesas, luego duquesas y todas las señoritas de la corte. Incluso llevaron la zapatilla a la casa de las hermanastras, quienes intentaron con todas sus fuerzas hacer que su pie cupiera en ella, pero no tuvieron éxito. Mientras las miraba, Cenicienta reconoció la zapatilla y riendo les dijo:

—Déjenme probar si mi pie cabe en ella.

Sus hermanas se rieron a carcajadas y se burlaron de ella. El hombre que estaba probando la zapatilla la miró con atención y notó lo hermosa que era Cenicienta. Explicó que tenía la orden de probar la zapatilla en todas las chicas. Luego, hizo que Cenicienta se sentara y puso la zapatilla en su pequeño pie. Para sorpresa de todos, la zapatilla entró perfectamente en su pie, como si estuviera hecha a medida.

Cenicienta con un vestido blanco se prueba la zapatilla de cristal, que le queda perfecta en su bonito pie.

Las hermanas quedaron asombradas, y su sorpresa aumentó cuando Cenicienta sacó la otra zapatilla de su bolsillo y la puso en su otro pie. En ese momento, su hada madrina llegó y tocó el vestido de Cenicienta con su varita mágica, transformándolo en uno en unos aún más hermoso que los anteriores.

En ese momento, las dos hermanas se dieron cuenta de que ella era la princesa misteriosa y se arrojaron a sus pies para pedirle perdón por haberla tratado tan mal. Cenicienta las ayudó a levantarse y abrazándolas les dijo:

—Las perdono de todo corazón, y les pidió que siempre me quieran, como yo a ustedes.

Cenicienta, que además de ser bella era buena, decidió que sus dos hermanas vivieran en el palacio. En ese mismo día, las casó con dos grandes nobles de la corte, asegurándose de que tuvieran un futuro feliz.

Cenicienta en vestido dorado y el príncipe en púrpura bailan juntos en el castillo.

En la mujer rico tesoro es la belleza,

el placer de admirarla no se acaba jamás;

pero la bondad, la gentileza

la superan y valen mucho más.

Fin.

Cuento de Charles Perrault, «Histoires ou contes du temps passé» (Cuentos de Hadas de Perrault). 1697.

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