Blancanieves y los siete enanitos

Blancanieves, joven preciosa de cabello negro, con los siete enanitos, en medio de un precioso bosque ilustrado.

Hace mucho, mucho tiempo, en pleno invierno, había una reina que pasaba su tiempo cosiendo junto a una ventana de ébano negro, viendo como los copos de nieve caían delicadamente del cielo como finas plumas. Mientras observaba la nieve caer, se pinchó el dedo con la aguja y tres gotas de sangre cayeron en la nieve que había en la ventana. La sangre resaltaba en la blanca escarcha de una forma tan bella que la reina pensó para sí misma:

«Sería maravilloso tener una niña tan blanca como la nieve, tan roja como la sangre y tan negra como la madera de ébano».

Poco después, su deseo se cumplió y tuvo una niñita que era tan blanca como la nieve, con mejillas sonrojadas como la sangre y el cabello tan oscuro como la madera de ébano.

Blancanieves recién nacida en los brazos de su madre, en la cama de la reina del castillo. La malvada reina bruja, de gran belleza, consulta con su espejo mágico sobre quién es la más hermosa del reino.

Y por esa razón le pusieron el nombre de Blancanieves. Pero lamentablemente, cuando la niña nació, la reina murió.

Un año después, el rey se casó de nuevo. Su nueva esposa era bonita, pero también era vanidosa y creída. No soportaba la idea de que alguien pudiera ser más hermosa que ella. Tenía un espejo mágico y, al mirarse en él, le preguntaba:

—¡Espejito, espejito! ¿Quién es la más hermosa de todas?, dímelo tesorito…

El espejo siempre respondía:

—Eres la más hermosa en esta región, mi Reina.

Esto la hacía muy feliz, ya que sabía que el espejo siempre decía la verdad. Sin embargo, Blancanieves crecía y su belleza se hacía más evidente. Cuando cumplió 9 años, era tan hermosa como la luz del día; incluso se comentaba que llegaría a ser más linda que la reina.

Un día, la reina le preguntó al espejo mágico de nuevo:

—¡Espejito, espejito! ¿Quién es la más hermosa de todas?, dímelo tesorito…

Pero el espejo contestó:

—Eres hermosa, mi Reina, pero Blancanieves lo es aún más.

La malvada reina bruja, de gran belleza, consulta con su espejo mágico espejito, espejto quién es la más hermosa del reino.

La reina se puso pálida de la impresión. Se puso tan celosa que su rostro se volvió amarillo, casi verde. A partir de ese momento, cada que veía a Blancanieves, su corazón palpitaba de odio por ella. Su envidia y su orgullo crecieron cada día, como una hierba mala, y no tenía paz, ni de día ni de noche.

Entonces, decidió llamar a un cazador y le ordenó:

—Lleva a esa niña al bosque; no quiero verla más. Mátala y tráeme sus pulmones y su hígado como prueba.

El cazador obedeció y llevó a Blancanieves al bosque. Pero cuando intentó hacerle daño, Blancanieves comenzó a llorar y le suplicó:

—¡Por favor, buen hombre, no me mates! Correré hacia el espeso bosque y nunca volverás a verme.

Como era muy bonita, el cazador sintió lástima y le dijo:

—¡Corre, pequeña, corre!

Aunque pensaba que los animales del bosque la matarían, no tener que hacerle él le quitaba un peso de encima.

El cazador capturó un cerdito que pasaba dando brincos; sacó sus pulmones y su hígado, y los llevó a la reina para mostrar que había cumplido con su tarea. El cocinero real cocinó las partes con sal y la malvada reina las comió, pensando que eran los órganos de Blancanieves.

La malvada reina bruja, rodeada de caballeros y consortes, come lo que cree que son los órganos de Blancanieves.

Por su parte, la pobre niña estaba perdida en el profundo bosque, sin ayuda y llena de miedo. El crujir de las hojas de los árboles la asustaba y no sabía qué hacer. Corrió y corrió desesperadamente, atravesando piedras afiladas y zarzas.

Las fieras del bosque se cruzaban con ella, pero no le hacían daño. Siguió corriendo hasta que cayó el atardecer. Entre las hileras de árboles, encontró una casita donde decidió entrar para descansar. La casita era pequeña, pero muy acogedora y limpia. Había una mesita con un mantel blanco y siete platitos, cada uno con su cucharita, cuchillo, tenedor y vaso, todos pequeñitos. A lo largo de la pared había siete camitas con sábanas tan blancas como la nieve. Blancanieves tenía hambre y sed, así que probó un poco de comida de cada platito y bebió un poquito de vino de cada vaso. Después de comer, estaba muy cansada y buscó una cama para descansar. Sin embargo, ninguna cama era adecuada para ella; unas eran muy largas, otras muy cortas, hasta que finalmente encontró una que le quedaba bien. Se acostó, hizo una pequeña oración y se quedó dormida.

Cuando llegó la noche, los dueños de la casa regresaron. Eran siete enanitos que trabajaban en las montañas extrayendo minerales. Encendieron sus linternas y notaron que algo había ocurrido, ya que las cosas no estaban como las habían dejado.

El primero dijo:

—¿Quién se sentó en mi silla?

El segundo:

—¿Quién comió de mi plato?

El tercero:

—¿Quién se comió mi pan?

Y así sucesivamente. Cada enanito se dio cuenta de que algo había sido tocado.

El primero, que también notó una minúscula arruga en su cama, agregó:

—¿Quién se acostó en mi cama?

—¡Alguien también se acostó en la mía! —exclamó el séptimo enanito.

Los demás corrieron a ver y se quedaron asombrados al verla. Rápidamente, fueron a buscar sus linternitas para alumbrar a Blancanieves.

—¡Oh, Dios mío! —exclamaron perplejos— ¡Qué niña tan bonita!

Estaban tan felices de verla que no la despertaron y la dejaron seguir durmiendo. El séptimo enanito durmió una hora con cada uno de sus hermanos, y así pasó la noche.

Cuando amaneció, Blancanieves se despertó y al ver a los siete enanitos, se asustó un poco. Pero los siete enanitos fueron muy amigables y le preguntaron:

—¿Cómo te llamas?

—Me llamo Blancanieves —respondió ella.

—¿Cómo llegaste hasta aquí, a nuestra casa?

Entonces, Blancanieves les contó que su madrastra había intentado lastimarla, pero como el cazador tuvo piedad, pudo escapar y correr durante todo el día hasta encontrar su pequeña casa.

Los enanitos le dijeron:

—Sí mantienes todo ordenado y limpio, y nos ayudas a cocinar y a lavar, puedes quedarte con nosotros; nada te faltará.

—¡Sí, por supuesto! —dijo Blancanieves emocionada— ¡Estoy encantada de quedarme con ustedes!

Blancanieves se esconde en la casa de los siete enanitos, quienes le ofrecen protección y hogar a cambio de su ayuda en las tareas.

Blancanieves se encargó de mantener la casa en orden. Por las mañanas, los enanitos salían a las montañas a buscar oro y minerales, y volvían por la noche, encontrando la comida lista.

Durante el día, Blancanieves se quedaba sola en la casa. Los amables enanos le advirtieron:

—¡Ten cuidado con tu madrastra! ¡Pronto sabrá que estás viva! ¡No dejes entrar a nadie!

La reina, después de haber comido lo que creía que eran los pulmones y el hígado de Blancanieves, volvió a creer que era la más hermosa de todas. Se paró frente al espejo y preguntó:

—¡Espejito, espejito! ¿Quién es la más hermosa de todas?, dímelo tesorito…

Y el espejo respondió:

Mi reina es la más hermosa de este lugar, pero más allá del bosque, Blancanieves lo es mucho más…

La reina se estremeció, pues sabía que el espejo siempre decía la verdad. Se dio cuenta de que el cazador la había engañado y que Blancanieves seguía viva. Entonces, comenzó a idear un nuevo plan para deshacerse de ella. Sabía que mientras no fuera la más hermosa de todas, no viviría tranquila. Después de mucho pensar, encontró una manera de engañar a Blancanieves. Se maquilló el rostro, se vistió como una vendedora ambulante anciana, y se transformó por completo para que no la reconocieran.

Disfrazada de esta manera, cruzó siete montañas y llegó a la casa de los siete enanos. Golpeó la puerta y gritó:

—¡A la orden! ¡Vendo buena mercancía!

Blancanieves miró por la ventana y le preguntó:

—Buen día, señora. ¿Qué está vendiendo?

—Tengo mercancía muy fina —respondió la anciana—. Tengo cintas de todos los colores.

—La anciana sacó un precioso listón de seda multicolor y Blancanieves pensó:

«Tal vez deba abrirle la puerta. Parece ser una buena mujer».

La malvada bruja disfrazada de anciana convence a Blancanieves de acercarse ofreciéndole cintas decorativas.

Corrió el cerrojo para que la anciana entrara y poderle comprar esa bonita cinta.

—Niña —dijo la anciana—, te has colocado mal esa cinta. Ven aquí para que te la arregle.

Blancanieves, que no desconfiaba de la anciana, se puso frente a ella para que le arreglara el lazo, ¡Pero la anciana lo apretó tan fuerte que Blancanieves perdió el conocimiento y cayó como si estuviera muerta!

—¡Al fin! ¡Ja, ja, ja!, ya no eres la más hermosa… —y huyó del lugar.

Poco después, cuando los siete enanitos regresaron a casa, corrieron asustados al ver a Blancanieves en el suelo, sin moverse. Muy angustiados, la levantaron y vieron el lazo que la estaba asfixiando. Rápidamente lo cortaron, y poco a poco Blancanieves comenzó a respirar y a recuperar el conocimiento.

Cuando los enanos se enteraron de lo que había sucedido, dijeron:

—La vendedora anciana era en realidad la malvada reina disfrazada. ¡Debes tener cuidado y no dejar entrar a nadie cuando no estemos aquí!

Entre tanto, la reina regresó a su castillo, miró al espejo y preguntó:

—¡Espejito, espejito! ¿Quién es la más hermosa de todas?, dímelo tesorito…

Y el espejo, como antes, respondió:

Tú, mi reina, eres la más hermosa de este lugar. Pero en el bosque profundo, Blancanieves lo es mucho más.

Cuando escuchó estas palabras, el terror y la cólera se apoderaron de ella. Era evidente que Blancanieves no había muerto.

Pero la malvada reina no se rindió. Ideó un nuevo plan para matar a Blancanieves. Usando sus conocimientos en artilugios, en los que era experta, creó un broche envenenado. Luego, se disfrazó como una anciana diferente, aún más tierna que la anterior, y se dirigió a la casa de los siete enanitos. Golpeó la puerta y gritó:

—¡Tengo cosas buenas para vender! ¡Compre, aproveche!

Blancanieves miró desde la ventana y le dijo:

—Lo siento, pero no puedo abrirle a nadie.

La malvada reina bruja, disfrazada de amable anciana, persuade a Blancanieves ofreciéndole hermosos broches.

Entonces, la anciana le mostró los broches que tenía consigo, y como eran tan bonitos y tenían tantos detalles, Blancanieves quedó fascinada. Abrió la puerta y, cuando acordaron el precio, la anciana dijo:

—Ahora, te voy a peinar como a una princesa.

La pobre Blancanieves, que siempre veía lo mejor en las personas, dejó que la anciana la peinara. Pero en cuanto el broche tocó su cabello, el veneno hizo efecto y Blancanieves se desmayó.

La malvada mujer dijo:

—Finalmente te atrapé… ahora soy la más hermosa, ¡la más hermosa!

Más tarde, los enanitos regresaron a casa, después de mucho trabajar, y encontraron a Blancanieves en el suelo, aparentemente muerta. Supieron de inmediato que había sido la mala madrastra. Revisaron a Blancanieves y encontraron el broche envenenado. Cuando se lo quitaron, Blancanieves poco a poco recuperó la consciencia, y les contó lo que había sucedido. Los enanitos, nuevamente y con insistencia, le advirtieron que debía ser más cautelosa y desconfiada, y no abrir más la puerta a desconocidos.

De vuelta en su casa, se paró frente al espejo mágico y le preguntó:

—¡Espejito, espejito! ¿Quién es la más hermosa de todas?, dímelo tesorito…

—Tú, oh reina, eres la más hermosa en este lugar, pero más allá del bosque, Blancanieves lo es mucho más.

La reina, al escuchar lo que el espejo dijo, se llenó de rabia y miedo.

—¡Blancanieves tiene que morir! —exclamó tan determinada, que su vos hizo eco en todos los rincones del inmenso palacio.

Se fue a una habitación secreta y solitaria donde nadie podía entrar y creó una manzana envenenada. Por fuera, parecía perfecta; blanca y roja, tan apetitosa que cualquiera sentiría deseos de comerla. Pero quién la mordiera, tendría una muerte segura. Cuando la manzana estuvo lista, la reina se disfrazó de una simpática campesina y cruzó las siete montañas y el profundo bosque para llegar a la casa de los siete enanitos.

Tocó la puerta, y Blancanieves, asomándose por la ventana, le dijo:

—No tengo permiso para abrirle a nadie; los dueños de la casa no me dejan.

La campesina respondió:

—No te preocupes hija mía. Sólo vendo manzanitas, para conseguir mi sustento. Toma, te daré una.

—No —contestó Blancanieves— tampoco debo recibir nada.

—Pequeña, ¿Acaso crees que está envenenada? Ja, ja. Vamos a compartirla entonces. Yo comeré la mitad blanca y tú la mitad roja —replicó la malvada reina disfrazada.

Pero solo la parte roja contenía veneno. La manzana se veía tan linda y deliciosa que Blancanieves no se pudo resistir. Recibió desde su ventana la mitad de la manzana y al tomar el primer bocado, cayó muerta de inmediato.

Blancanieves cae al suelo al morder una manzana envenenada, mientras la bruja la observa desde la ventana.

La malvada reina la examinó, y a carcajadas exclamó:

—Blanca como la nieve, roja como la sangre, negra como el ébano, ¡Esta vez los enanos no podrán reanimarte! —y a su castillo se marchó.

Al llegar al palacio, se paró frente al espejo mágico y le preguntó:

—¡Espejito, espejito! ¿Quién es la más hermosa de todas?, dímelo tesorito…

—Tú, mi reina, en este lugar, y más allá del bosque, eres la mujer más hermosa que alguien pudiera hallar.

Así, el corazón envidioso de la reina encontró cierta paz.

Esa noche, cuando los enanos regresaron a casa, encontraron a Blancanieves en el suelo, sin aliento; estaba muerta. Intentaron todo lo posible para revivirla: la levantaron, buscaron señales de envenenamiento, soltaron sus lazos, peinaron su cabello, la rociaron con agua y vino, pero nada funcionó. La querida niña no volvía.

La colocaron delicadamente sobre una mesa cubierta con acolchados, sábanas y muchas flores. Se sentaron junto a ella y lloraron a su lado durante tres días. Después, pensaron que debían sepultarla, pero se dieron cuenta de que parecía viva y sus mejillas aún estaban sonrosadas. Decidieron no enterrarla bajo tierra y, en su lugar, construyeron un sarcófago de vidrio. Escribieron su nombre en letras de oro, proclamando que era hija de un rey, y colocaron el ataúd en la montaña. Uno de los enanos siempre estaba a su lado cuidándola. Incluso los animales vinieron a llorarla: primero un búho, luego un cuervo y, más tarde, una palomita.

Durante varios años, Blancanieves permaneció en el ataúd sin que se diera cambio alguno en su apariencia. Parecía como si estuviera dormida, siempre tan blanca como la nieve, con mejillas rojas como la sangre y cabellos negros como el ébano.

Blancanieves, dormida eternamente en un sarcófago de cristal, mantiene su apariencia intacta con el paso del tiempo.

Un día, un príncipe pasó por el bosque y llegó a la casa de los enanitos para descansar. En la montaña, brillaba el ataúd con la hermosa Blancanieves en su interior y se acercó para leer la inscripción y apreciar a la joven. El príncipe quedó tan cautivado, que les pidió a los enanitos que le dieran el ataúd y les ofreció cualquier cosa a cambio, pero los enanitos se negaron.

—Entonces, les pido con todo mi corazón que me regalen este ataúd, porque no puedo ni siquiera imaginar un solo día sin volver a ver a Blancanieves. —imploró el príncipe—. La honraré y la cuidaré, como si fuera la persona más importante de mi vida.

El príncipe les rogó tanto que finalmente los conmovidos enanitos le dieron el ataúd.

Los servidores del príncipe llevaron el féretro sobre sus hombres, pero mientras lo estaban transportando, tropezaron con una piedra y debido al golpe, un pedazo de la manzana envenenada, que aún estaba en la garganta de Blancanieves, saltó volando. En apenas instantes comenzó a respirar y a abrir sus ojos, ¡había resucitado!

—¡Dios mío!, ¿dónde estoy? —exclamó Blancanieves.

Blancanieves despierta sorprendida en el castillo, con el príncipe que la ha rescatado detrás de ella.

—Estás a mi lado —le respondió el príncipe cálido y sereno—.

Le relataron a la joven todo lo que había ocurrido durante los últimos años. Luego, el príncipe se dirigió a ella:

—Te amo más que a nadie en el mundo; ven conmigo al castillo de mi padre; ¿Aceptarías casarte conmigo?

Blancanieves empezó a sentir afecto por él y, después de un tiempo aceptó, casarse con él.

Se preparó una pomposa boda que se anunció con bombos y platillos, a la que la malvada madrastra de Blancanieves también fue invitada. Sin sospechar quién era la novia, y después de vestirse con sus mejores ropas, se paró frente al espejo y preguntó:

—¡Espejito, espejito! ¿Quién es la más hermosa de todas?, dímelo tesorito…

Y el espejo respondió:

Eres, en este reino, sin duda la más hermosa. Pero la nueva reina, Blancanieves, es en belleza más asombrosa…

La malvada reina bruja, furiosa, destruye su espejo mágico, haciendo que los cristales salten por todas partes.

La malvada reina gritó y dio vueltas, tiró de sus cabellos, rasgó sus ropas y, con un golpe seco de su puño, rompió en el espejo mágico quedando herida de muerte.

Blancanieves, compartió muchos atardeceres felices con su esposo, quién la cuidó, respetó y amo con todo su corazón. De vez en cuando visitaba a los enanitos o ellos la visitaban en el castillo; tomaban el té, jugaban, bailaban o se contaban historias. Fue muy querida por todos en el reino, porque siempre trató a las personas, a los animales y a las cosas con amor.

El príncipe y Blancanieves contemplan un horizonte hermoso, lleno de montañas, flores y árboles bajo un cielo brillante.
Fin.

Autor: Hermanos Grimm, «Grimm’s Kinder- und Hausmärchen» (Cuentos de la infancia y del hogar).  1812.

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